Realizada por Magalí Ventura y Karina Micheletto para educ.ar
En un rincón de la sala puede verse el pequeño cuadro autografiado de la genealogía de los Buendía, la célebre familia de la novela Cien años de soledad. "Me lo regaló García Márquez después de leer mi libro Cien años de soledad, una interpretación, por haber podido descifrar la estructura de la novela", cuenta, con orgullo algo disimulado, Josefina Ludmer.
Esta reconocida crítica literaria nació en San Francisco (Córdoba), y se recibió de profesora en Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Entre 1984 y 1991 tuvo a su cargo la cátedra de Teoría Literaria II de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue investigadora principal del Conicet y profesora visitante de las universidades de Princeton, Harvard y Berkeley (EE.UU.). Desde 1992, es Full Professor de la prestigiosa Universidad de Yale (Connecticut, EE.UU.), donde enseña literatura latinoamericana.
Esta vasta e imponente trayectoria contrasta con la figura menuda y sencilla de Ludmer, quien dialogó con educ.ar mientras se encontraba en la Argentina disfrutando del semestre sabático que le otorga la universidad.
¿Por qué decidió estudiar Letras?
En realidad, yo entré a la facultad para estudiar Filosofía; siempre me interesó, y me sigue interesando, el ejercicio del pensar. Pero apenas empecé a estudiar me hice amiga de un grupo de chicas que estudiaba Letras que empezaron a presionarme; me decían "¿no ves que las mujeres de Filosofía son feas y no se visten bien?" Y me convencieron de que las de Letras tenían mucho más charme. En realidad, a los 17 años una no sabe muy bien qué es lo que quiere. Aunque yo sabía bien qué era la literatura porque en casa se leía mucho, mi papá era director de una biblioteca. Mi vocación estaba entre Filosofía y Letras. Por algo están juntas, ¿no?
¿Cómo era estudiar Letras en Rosario y en los años 60?
En esa época la Facultad de Rosario estaba pasando por un período conocido como "el siglo de oro". Mis profesores fueron David Viñas, Tulio Halperín Donghi, Eduardo Prieto —casi todo el grupo Contorno—, gente que ya en ese momento era destacada. Yo tuve la mejor formación que podía haber en la Argentina. La Universidad de Buenos Aires tenía la fama de ser una institución llena de ancianos agarrados a sus cátedras. Y creo que en general sigue pasando eso. Hay una estructura más anquilosada, la gente se queda y se eterniza. En el interior hay más recambio. Cuando viajo, noto que allí hay mucha más efervescencia, pasión, y menos complicidades y luchas por el poder.
¿Y el pasaje de estudiante en Rosario a docente en la UBA?
Yo me mudé a Buenos Aires ya casada y recién recibida, con el golpe militar del 66. Empecé a trabajar en editoriales, leyendo manuscritos y haciendo traducciones. Me las rebuscaba. En el 72 fui jefa de Trabajos Prácticos en la universidad montonera, hasta que nos echaron. Ahí empecé a crear grupos de estudio y a viajar al exterior. Mi vida fue una especie de entrar y salir de la universidad, haciendo dos tipos de tareas totalmente definidas: trabajar en la universidad y en el Conicet, o hacer cosas afuera. En ese sentido, estoy muy agradecida —no a los militares, lógicamente— de haber tenido la oportunidad de salir del espacio cerrado de la universidad, algo que considero beneficioso. La universidad es necesaria, por supuesto, pero también hay que trabajar en la cultura viva.
¿Cómo es enseñar literatura latinoamericana en Estados Unidos?
Yo enseño literatura latinoamericana, pero con un componente teórico, que es un poco mi base. Cuando uno está afuera tiene otra perspectiva. Se ve más el conjunto de América latina y no tanto la Argentina como una especie de coto cerrado, como se ve desde acá. A mí me ha ayudado mucho moverme. Cuanto uno más cambia, cuanto más aventurero es, más se amplían los horizontes y más se aprende.
¿Encuentra diferencias en los tipos de discusión o debate que se producen en el ámbito académico norteamericano y el argentino?
Sí, son bastante diferentes. En la Argentina los debates están todos volcados hacia adentro. La fama de los argentinos es que se miran a sí mismos; eso es algo que circula no sólo en Estados Unidos, sino en toda América latina. Acá solamente se fomenta la literatura argentina, pero es paradójico porque al mismo tiempo que se lee eso se valora más todo lo que venga de afuera. El trabajo especializado también es hacia adentro; se miran poco las conexiones de la Argentina con el resto de Latinoamérica, cuando en realidad son procesos totalmente paralelos, semejantes. No se conocen demasiado los nuevos escritores latinoamericanos, las nuevas tendencias. Parece que estamos obedeciendo a la consigna de dividir para reinar y no nos relacionamos con nuestros hermanos. Argentina ha acatado totalmente la orden de no ligarse con otros países latinoamericanos de modo cultural.
¿Cómo llegó a Estados Unidos?
Durante la dictadura empecé a viajar como invitada. Había grupos de norteamericanos que ayudaban a los latinoamericanos expulsados de las universidades y los laboratorios. Yo empecé a viajar primero con estos grupos y después en forma independiente; desde el año 77 lo hice casi cada año y medio. Recorrí un montón de universidades, entre ellas Berkeley y Harvard, dando clases durante un semestre. Ahí empecé a conocer el funcionamiento del sistema: cómo eran las bibliotecas, cómo se hacía investigación. Cuando volvió la democracia seguí yendo, no quería cortar los vínculos que había establecido. Hasta que finalmente me ofrecieron un trabajo permanente en Yale. Había rechazado otros ofrecimientos, pero allí me tentaron. Yo conocía otros departamentos de español, y el de Yale era muy superior.
Por otro lado, vi claramente lo que era esto, hacia dónde se dirigía la universidad pública en la Argentina. Ya se veía venir una brutal restricción económica y una proletarización de los docentes. Los sueldos no alcanzaban para comprar libros, las bibliotecas de las universidades tampoco los compraban... Además, mi hijo estaba estudiando cine en Nueva York, y era mi única familia. Entonces dije "bueno, yo me voy a ver qué pasa".
En la decisión ¿pesaron más las restricciones locales o los beneficios foráneos?
Ambas cosas. Yo conocía los dos sistemas. Por un lado, ya me había acostumbrado a la investigación en grandes bibliotecas. Además, sabía que para poder trabajar acá, uno tiene que comprar todo, y que no te alcanza el dinero. En esa época yo estaba en el Conicet y en la universidad y, como cobraba en la universidad, en el Conicet no me pagaban.
Aparte, en Yale me dieron una oportunidad que no a cualquiera le ofrecen: un puesto de por vida, que es un cargo máximo. Eso significa que ellos no me pueden tocar a mí, pero que yo, si quiero, me voy. Un privilegio.
"La cultura universitaria norteamericana es competitiva; la argentina, en cambio, no sólo es jerárquica, sino profundamente autoritaria."
¿Y cómo se componen las cátedras?
No existen las cátedras. Todo aquel que se gradúa y hace el doctorado —sin doctorado no hay docencia— tiene tres categorías docentes: Asistent Professor, Asociated Professor y Full Professor. Estas categorías son independientes, es decir que cada profesor tiene su curso, así tenga treinta años o sesenta. No existen las jerarquías, algo que me parece terrible de la universidad de acá: cátedras con poca posibilidad para los más jóvenes de tener lugares que no sean subalternos. Y eso es algo que está inculcado en la cultura, que no sólo es jerárquica, sino profundamente autoritaria. Es una cultura española. En realidad, toda Latinoamérica es así. Pero no todas las universidades latinoamericanas tienen, como en la Argentina, una especie de pirámide donde por un lado está el jefe y abajo todos los empleados, que no cobran nada. En otra parte, trabajar gratis es inconcebible.
Un cargo inamovible como el suyo, ¿no implica algún grado de jerarquización?
No. La organización de los cursos es un ejemplo. Tienen un sistema que llaman shopping mediante el cual, durante la primera semana, los estudiantes visitan cursos, estudian el programa para ver si les gusta, y en la segunda semana recién se tienen que inscribir. Todos los cursos tienen el mismo puntaje, los dicte un Asistent Professor de 30 años o un profesor de 50. Ellos eligen, y sobre todo lo hacen por el tema. Ahí también la libertad de cátedra es total, porque podés poner cualquier tema. Es una cultura competitiva, pero no jerárquica.
¿Encuentra grandes diferencias entre el sistema universitario argentino y el norteamericano?
Son totalmente distintos, no se pueden comparar. Acá son 5 años de carrera; en cambio allá son 4 años de college —una especie de secundario desarrollado—, y después viene el doctorado. Ahí es donde empiezan a estudiar literatura en serio. Pero los seminarios de doctorado, que son bastante especializados, abarcan nada más que dos años. En realidad tienen una formación menor, lo que pasa es que después tienen que hacer la tesis.
Enseñar literatura latinoamericana a un público predominantemente anglosajón, ¿implica, también, un ejercicio de adaptación?
Mi experiencia es bastante instructiva. Yo me muevo con jóvenes, y ellos reaccionan muy abiertamente ante lo que consideran aburrido o divertido. En general, los grandes escritores argentinos les resultan pesados, muy "culturosos". Y esto tiene coherencia en la cultura norteamericana, que es mucho más ágil, rápida, narrativa y con menos referencias culturales que la argentina. Mi hijo incluso, que estudió cine en Estados Unidos, piensa que la literatura argentina está llena de palabras, que es puro trabajo verbal sin ningún tipo de acción, de movimiento.
¿Qué escritores son recibidos con más interés?
Les encanta Laura Esquivel e Isabel Allende. Laura Esquivel, por ejemplo, dio en Yale la conferencia en español con más publico de la historia: había más de mil personas. De la literatura argentina prefieren a César Aira y a Manuel Puig, dos escritores de los que nunca se aburren ni se quejan.
Pero lo que más los seduce es Latinoamérica, con toda la cosa exótica. Y en ese sentido, la Argentina resulta el país más aburrido: no tiene indios, no tiene negros... Lógicamente, les interesa el Boom, y son apasionados de García Márquez. En general, les interesa un tipo de universo cultural que por ahí acá es despreciado.
Es como si hubieran "comprado" una imagen de Latinoamérica, ¿no?
Sí. El tema de la exportación e importación cultural es bastante complejo. Obviamente, no les atrae nada que se parezca a ellos. Uno no importa cosas que son iguales en otros países, sino cosas que son distintas. Digamos que, simplificando, lo que les interesa es la barbarie latinoamericana: las dictaduras, el realismo mágico...
Lo incomprensible...
Todo lo que es excesivo, incluida la violencia. O sea, lo que no tienen. Eso es lo que les interesa importar y leer, para qué van a leer cosas parecidas. Acá no hay mucha conciencia de ese fenómeno.
En una entrevista realizada por Guillermo Saavedra, usted hablaba de la necesidad de los intelectuales argentinos de salir del ámbito académico e interactuar con otros sectores de la sociedad. ¿Cree que esa suerte de "encierro" ocurre solamente acá?
No, pasa en todas partes. Pero especialmente en la Argentina el ámbito académico se está "degradando". No en el sentido moral, sino fundamentalmente en el sentido económico; eso lo vuelve cada vez más limitante para poder pensar.
Por otro lado, la gran profesionalización que existe, ¿no contribuye, también, a formar un espacio demasiado autorreferente, como produciendo únicamente para sí mismo?
Sí. La diferencia es que en EE.UU., como el proceso es muy anterior al de la Argentina, ya hay muchísimas reacciones contra eso. Incluso en la escritura misma. Mi libro El cuerpo del delito es un intento de un texto que no quiere insertarse totalmente en la universidad.
En la misma entrevista, decía que la libertad de tener cierta heterogeneidad en la forma y en el modo de aproximación a un problema no es algo dado, sino algo que debe conquistarse. ¿Cómo describiría ese recorrido desde su propia experiencia?
Toda mi carrera puede definirse como un "hacer los deberes": partir de dominar las técnicas de análisis de un texto, luego extender eso a la obra de un autor, después ampliarlo a las técnicas de análisis de un género, y por último a un corpus heterogéneo. El cuestionamiento de una institución requiere haber demostrado el dominio o el conocimiento de las reglas de esa institución. Si yo viniera de afuera, no siendo universitaria, e hiciera lo que hice en El cuerpo del delito, alguien podría decir "esta está loca". Pero es distinto si uno lo hace habiendo demostrado que conoce perfectamente las reglas. Un poco como hizo Picasso, que primero pintó como académico y después dijo "bueno, basta, ahora voy a inventar algo". Obviamente, un estudiante no puede hacer una tesis así; no se la aprobarían.
O sea que las normas son positivas en la enseñanza.
Por supuesto. La enseñanza tiene que transmitir reglas también. Uno no puede hacer nada si no aprende las reglas básicas. Lo que tendría que enseñarse en la universidad son técnicas de análisis, teoría de la literatura, modos de leer... Y además, por supuesto, conocer a aquellos que han cambiado eso; una especie de enseñanza de la transgresión. Las teorías no son eternas.
¿Cuál fue el momento más feliz de su carrera?
Cuando terminé mi libro El género gauchesco. Sentí una gran liberación. Poder formular algo diferente en un campo tan clásico y saturado de lecturas, me demandó años de mucho esfuerzo y trabajo. Cuando lo terminé, me parecía que era la entrada a otra dimensión.
Esta reconocida crítica literaria nació en San Francisco (Córdoba), y se recibió de profesora en Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Entre 1984 y 1991 tuvo a su cargo la cátedra de Teoría Literaria II de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue investigadora principal del Conicet y profesora visitante de las universidades de Princeton, Harvard y Berkeley (EE.UU.). Desde 1992, es Full Professor de la prestigiosa Universidad de Yale (Connecticut, EE.UU.), donde enseña literatura latinoamericana.
Esta vasta e imponente trayectoria contrasta con la figura menuda y sencilla de Ludmer, quien dialogó con educ.ar mientras se encontraba en la Argentina disfrutando del semestre sabático que le otorga la universidad.
¿Por qué decidió estudiar Letras?
En realidad, yo entré a la facultad para estudiar Filosofía; siempre me interesó, y me sigue interesando, el ejercicio del pensar. Pero apenas empecé a estudiar me hice amiga de un grupo de chicas que estudiaba Letras que empezaron a presionarme; me decían "¿no ves que las mujeres de Filosofía son feas y no se visten bien?" Y me convencieron de que las de Letras tenían mucho más charme. En realidad, a los 17 años una no sabe muy bien qué es lo que quiere. Aunque yo sabía bien qué era la literatura porque en casa se leía mucho, mi papá era director de una biblioteca. Mi vocación estaba entre Filosofía y Letras. Por algo están juntas, ¿no?
¿Cómo era estudiar Letras en Rosario y en los años 60?
En esa época la Facultad de Rosario estaba pasando por un período conocido como "el siglo de oro". Mis profesores fueron David Viñas, Tulio Halperín Donghi, Eduardo Prieto —casi todo el grupo Contorno—, gente que ya en ese momento era destacada. Yo tuve la mejor formación que podía haber en la Argentina. La Universidad de Buenos Aires tenía la fama de ser una institución llena de ancianos agarrados a sus cátedras. Y creo que en general sigue pasando eso. Hay una estructura más anquilosada, la gente se queda y se eterniza. En el interior hay más recambio. Cuando viajo, noto que allí hay mucha más efervescencia, pasión, y menos complicidades y luchas por el poder.
¿Y el pasaje de estudiante en Rosario a docente en la UBA?
Yo me mudé a Buenos Aires ya casada y recién recibida, con el golpe militar del 66. Empecé a trabajar en editoriales, leyendo manuscritos y haciendo traducciones. Me las rebuscaba. En el 72 fui jefa de Trabajos Prácticos en la universidad montonera, hasta que nos echaron. Ahí empecé a crear grupos de estudio y a viajar al exterior. Mi vida fue una especie de entrar y salir de la universidad, haciendo dos tipos de tareas totalmente definidas: trabajar en la universidad y en el Conicet, o hacer cosas afuera. En ese sentido, estoy muy agradecida —no a los militares, lógicamente— de haber tenido la oportunidad de salir del espacio cerrado de la universidad, algo que considero beneficioso. La universidad es necesaria, por supuesto, pero también hay que trabajar en la cultura viva.
¿Cómo es enseñar literatura latinoamericana en Estados Unidos?
Yo enseño literatura latinoamericana, pero con un componente teórico, que es un poco mi base. Cuando uno está afuera tiene otra perspectiva. Se ve más el conjunto de América latina y no tanto la Argentina como una especie de coto cerrado, como se ve desde acá. A mí me ha ayudado mucho moverme. Cuanto uno más cambia, cuanto más aventurero es, más se amplían los horizontes y más se aprende.
¿Encuentra diferencias en los tipos de discusión o debate que se producen en el ámbito académico norteamericano y el argentino?
Sí, son bastante diferentes. En la Argentina los debates están todos volcados hacia adentro. La fama de los argentinos es que se miran a sí mismos; eso es algo que circula no sólo en Estados Unidos, sino en toda América latina. Acá solamente se fomenta la literatura argentina, pero es paradójico porque al mismo tiempo que se lee eso se valora más todo lo que venga de afuera. El trabajo especializado también es hacia adentro; se miran poco las conexiones de la Argentina con el resto de Latinoamérica, cuando en realidad son procesos totalmente paralelos, semejantes. No se conocen demasiado los nuevos escritores latinoamericanos, las nuevas tendencias. Parece que estamos obedeciendo a la consigna de dividir para reinar y no nos relacionamos con nuestros hermanos. Argentina ha acatado totalmente la orden de no ligarse con otros países latinoamericanos de modo cultural.
¿Cómo llegó a Estados Unidos?
Durante la dictadura empecé a viajar como invitada. Había grupos de norteamericanos que ayudaban a los latinoamericanos expulsados de las universidades y los laboratorios. Yo empecé a viajar primero con estos grupos y después en forma independiente; desde el año 77 lo hice casi cada año y medio. Recorrí un montón de universidades, entre ellas Berkeley y Harvard, dando clases durante un semestre. Ahí empecé a conocer el funcionamiento del sistema: cómo eran las bibliotecas, cómo se hacía investigación. Cuando volvió la democracia seguí yendo, no quería cortar los vínculos que había establecido. Hasta que finalmente me ofrecieron un trabajo permanente en Yale. Había rechazado otros ofrecimientos, pero allí me tentaron. Yo conocía otros departamentos de español, y el de Yale era muy superior.
Por otro lado, vi claramente lo que era esto, hacia dónde se dirigía la universidad pública en la Argentina. Ya se veía venir una brutal restricción económica y una proletarización de los docentes. Los sueldos no alcanzaban para comprar libros, las bibliotecas de las universidades tampoco los compraban... Además, mi hijo estaba estudiando cine en Nueva York, y era mi única familia. Entonces dije "bueno, yo me voy a ver qué pasa".
En la decisión ¿pesaron más las restricciones locales o los beneficios foráneos?
Ambas cosas. Yo conocía los dos sistemas. Por un lado, ya me había acostumbrado a la investigación en grandes bibliotecas. Además, sabía que para poder trabajar acá, uno tiene que comprar todo, y que no te alcanza el dinero. En esa época yo estaba en el Conicet y en la universidad y, como cobraba en la universidad, en el Conicet no me pagaban.
Aparte, en Yale me dieron una oportunidad que no a cualquiera le ofrecen: un puesto de por vida, que es un cargo máximo. Eso significa que ellos no me pueden tocar a mí, pero que yo, si quiero, me voy. Un privilegio.
"La cultura universitaria norteamericana es competitiva; la argentina, en cambio, no sólo es jerárquica, sino profundamente autoritaria."
¿Y cómo se componen las cátedras?
No existen las cátedras. Todo aquel que se gradúa y hace el doctorado —sin doctorado no hay docencia— tiene tres categorías docentes: Asistent Professor, Asociated Professor y Full Professor. Estas categorías son independientes, es decir que cada profesor tiene su curso, así tenga treinta años o sesenta. No existen las jerarquías, algo que me parece terrible de la universidad de acá: cátedras con poca posibilidad para los más jóvenes de tener lugares que no sean subalternos. Y eso es algo que está inculcado en la cultura, que no sólo es jerárquica, sino profundamente autoritaria. Es una cultura española. En realidad, toda Latinoamérica es así. Pero no todas las universidades latinoamericanas tienen, como en la Argentina, una especie de pirámide donde por un lado está el jefe y abajo todos los empleados, que no cobran nada. En otra parte, trabajar gratis es inconcebible.
Un cargo inamovible como el suyo, ¿no implica algún grado de jerarquización?
No. La organización de los cursos es un ejemplo. Tienen un sistema que llaman shopping mediante el cual, durante la primera semana, los estudiantes visitan cursos, estudian el programa para ver si les gusta, y en la segunda semana recién se tienen que inscribir. Todos los cursos tienen el mismo puntaje, los dicte un Asistent Professor de 30 años o un profesor de 50. Ellos eligen, y sobre todo lo hacen por el tema. Ahí también la libertad de cátedra es total, porque podés poner cualquier tema. Es una cultura competitiva, pero no jerárquica.
¿Encuentra grandes diferencias entre el sistema universitario argentino y el norteamericano?
Son totalmente distintos, no se pueden comparar. Acá son 5 años de carrera; en cambio allá son 4 años de college —una especie de secundario desarrollado—, y después viene el doctorado. Ahí es donde empiezan a estudiar literatura en serio. Pero los seminarios de doctorado, que son bastante especializados, abarcan nada más que dos años. En realidad tienen una formación menor, lo que pasa es que después tienen que hacer la tesis.
Enseñar literatura latinoamericana a un público predominantemente anglosajón, ¿implica, también, un ejercicio de adaptación?
Mi experiencia es bastante instructiva. Yo me muevo con jóvenes, y ellos reaccionan muy abiertamente ante lo que consideran aburrido o divertido. En general, los grandes escritores argentinos les resultan pesados, muy "culturosos". Y esto tiene coherencia en la cultura norteamericana, que es mucho más ágil, rápida, narrativa y con menos referencias culturales que la argentina. Mi hijo incluso, que estudió cine en Estados Unidos, piensa que la literatura argentina está llena de palabras, que es puro trabajo verbal sin ningún tipo de acción, de movimiento.
¿Qué escritores son recibidos con más interés?
Les encanta Laura Esquivel e Isabel Allende. Laura Esquivel, por ejemplo, dio en Yale la conferencia en español con más publico de la historia: había más de mil personas. De la literatura argentina prefieren a César Aira y a Manuel Puig, dos escritores de los que nunca se aburren ni se quejan.
Pero lo que más los seduce es Latinoamérica, con toda la cosa exótica. Y en ese sentido, la Argentina resulta el país más aburrido: no tiene indios, no tiene negros... Lógicamente, les interesa el Boom, y son apasionados de García Márquez. En general, les interesa un tipo de universo cultural que por ahí acá es despreciado.
Es como si hubieran "comprado" una imagen de Latinoamérica, ¿no?
Sí. El tema de la exportación e importación cultural es bastante complejo. Obviamente, no les atrae nada que se parezca a ellos. Uno no importa cosas que son iguales en otros países, sino cosas que son distintas. Digamos que, simplificando, lo que les interesa es la barbarie latinoamericana: las dictaduras, el realismo mágico...
Lo incomprensible...
Todo lo que es excesivo, incluida la violencia. O sea, lo que no tienen. Eso es lo que les interesa importar y leer, para qué van a leer cosas parecidas. Acá no hay mucha conciencia de ese fenómeno.
En una entrevista realizada por Guillermo Saavedra, usted hablaba de la necesidad de los intelectuales argentinos de salir del ámbito académico e interactuar con otros sectores de la sociedad. ¿Cree que esa suerte de "encierro" ocurre solamente acá?
No, pasa en todas partes. Pero especialmente en la Argentina el ámbito académico se está "degradando". No en el sentido moral, sino fundamentalmente en el sentido económico; eso lo vuelve cada vez más limitante para poder pensar.
Por otro lado, la gran profesionalización que existe, ¿no contribuye, también, a formar un espacio demasiado autorreferente, como produciendo únicamente para sí mismo?
Sí. La diferencia es que en EE.UU., como el proceso es muy anterior al de la Argentina, ya hay muchísimas reacciones contra eso. Incluso en la escritura misma. Mi libro El cuerpo del delito es un intento de un texto que no quiere insertarse totalmente en la universidad.
En la misma entrevista, decía que la libertad de tener cierta heterogeneidad en la forma y en el modo de aproximación a un problema no es algo dado, sino algo que debe conquistarse. ¿Cómo describiría ese recorrido desde su propia experiencia?
Toda mi carrera puede definirse como un "hacer los deberes": partir de dominar las técnicas de análisis de un texto, luego extender eso a la obra de un autor, después ampliarlo a las técnicas de análisis de un género, y por último a un corpus heterogéneo. El cuestionamiento de una institución requiere haber demostrado el dominio o el conocimiento de las reglas de esa institución. Si yo viniera de afuera, no siendo universitaria, e hiciera lo que hice en El cuerpo del delito, alguien podría decir "esta está loca". Pero es distinto si uno lo hace habiendo demostrado que conoce perfectamente las reglas. Un poco como hizo Picasso, que primero pintó como académico y después dijo "bueno, basta, ahora voy a inventar algo". Obviamente, un estudiante no puede hacer una tesis así; no se la aprobarían.
O sea que las normas son positivas en la enseñanza.
Por supuesto. La enseñanza tiene que transmitir reglas también. Uno no puede hacer nada si no aprende las reglas básicas. Lo que tendría que enseñarse en la universidad son técnicas de análisis, teoría de la literatura, modos de leer... Y además, por supuesto, conocer a aquellos que han cambiado eso; una especie de enseñanza de la transgresión. Las teorías no son eternas.
¿Cuál fue el momento más feliz de su carrera?
Cuando terminé mi libro El género gauchesco. Sentí una gran liberación. Poder formular algo diferente en un campo tan clásico y saturado de lecturas, me demandó años de mucho esfuerzo y trabajo. Cuando lo terminé, me parecía que era la entrada a otra dimensión.
5 comentarios:
"La Universidad de Buenos Aires tenía la fama de ser una institución llena de ancianos agarrados a sus cátedras. Y creo que en general sigue pasando eso. Hay una estructura más anquilosada, la gente se queda y se eterniza."
Algunas respuestas después...
"Aparte, en Yale me dieron una oportunidad que no a cualquiera le ofrecen: un puesto de por vida, que es un cargo máximo. Eso significa que ellos no me pueden tocar a mí, pero que yo, si quiero, me voy. Un privilegio."
Me parece que es un poco más complicado...
es crucial el asunto de las "cátedras" paralelas...
(pongo cátedras entre comillas porque ella dice por ahí que en Yale no se organizan en cátedras).
De poco vale que te anquiloses si los alumnos pueden elegir -probando- entre tu clase y otras 5 con el mismo valor.
Quiero decir, personalmente, no me parece mal que un tipo siga teniendo una cátedra después de 15 años si el tipo es capáz de competir mano a mano con los nuevos con libre información y etc, etc.
¿No te parece?
-J.
No me parece. En letras todas las cátedras (menos gramática y lingüística, por el momento) son optativas. En el ciclo de grado, cuando no tenés dos opciones, tenés 3 (españolas) o 7 (extranjeras). Después, las orientaciones, todo optativo.
Ahora, que en todas las cátedras den como bibliografía a Ludmer, es otra cosa.
Saludos.
Mat.
Es cierto que el plan es muy flexible, pero en cuanto a cátedras a la larga la opcion no es tan optativa como parece.
Si yo quiero estudiar literatura argentina de siglo XX, sí o sí voy a tener que estudiarla a los modos de la cátedra Saitta. Si quiero estudiar literatura norteamericana, será a la usanza de Costa Picaso. La flexibilidad del programa, se supone, es para individualizar el plan de estudio y adaptarlo mejor a las afinidades y objetivos de cada uno, no para andar esquivando profesores en una carrera con obstáculos hacia el título.
Ni hablar de materias obligatorias como Lingüística y Gramática donde (aún) no hay opción.
Estoy seguro que la gran mayoría (si no todos) los profesores de nuestra querida facultas piensan lo mismo. Lo que sucede es que esto es muy bonito de discutir pero impracticable en una facultad que carece de recurso y que ya emplea una cantidad terrible de profesionales en condiciones vergonzosas.
Obviamente esto es facilísimo de juzgar desde Yale, pero no quita que Ludmer tenga razón, y ponga el ojo sobre un alerta que ya sabemos que existe.
eze, tu "(aún)" suena a amenaza...
oh, si, vamos por más... como fernandez meijide y delarua
-J.
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