Gabriel Castillo es profesor de la cátedra de Teoría y Análisis Literario C (Panesi). Amablemente nos ha cedido este boceto provisorio de un trabajo en preparación que profundiza conceptos desarrollados en sus celebradas "clases del NO".
Consideremos el análisis de un cuento o de una novela, de algún relato en sentido general. La necesidad de decir algo sobre eso que hemos leído define, de mínima, el trabajo a realizar. El cumplimiento más básico consistiría en hacer un resumen que satisfaga el interés por saber de qué se trata y, tal vez, cómo lo hace: contar el argumento y dar cuenta de alguna peculiaridad de la construcción o del estilo, si amerita. La comprensión es, entonces, no sólo la primera operación de lectura (intelectiva, al menos), sino también el primer objeto posible de una operación crítica, de un decir algo sobre eso.
Pero explicitar en un informe nuestra comprensión del relato no es una operación tan unívoca como básica; cada quien capta, retiene y promueve datos y modos con filtros diferentes y en magnitudes e intensidades diferentes. No obstante, es posible alcanzar con algún expediente de bajo o nulo riesgo de argumentación un margen de consenso bastante aceptable como para empezar a trabajar. En el mejor de los casos, basta con citar, con mostrar el pasaje explícito que permite, por ejemplo, incluir entre las verdades del relato el dato no registrado o no seleccionado por nuestro interlocutor. En el peor de los casos, habrá que solicitarle un esfuerzo de presunción. El esfuerzo es ínfimo, casi un reflejo, en el final de “La muerte y la brújula”: “Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego”, de donde se presume que Scharlach mató a Lönnrot. Con igual o apenas mayor esfuerzo, el mismo desenlace se puede presumir que tuvo (estrictamente, que tendrá) Dahlmann en el final de “El Sur”, cuando “empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”. Rechazar esas muertes por no explicitadas sería atorarse en una prudencia exorbitante, más propia de un autómata que de cualquier ser humano libre de una literalidad psicótica.
Como sea, la crítica comienza cuando alguien se pregunta qué puede decir de eso que ha leído y comprendido. A su vez, el crítico define su perfil (o su trama de perfiles) según qué haga con la comprensión de la que parte. (Toda crítica es una política de la comprensión, y se hace en nombre de una comprensión mejor o nueva.)
Si restrinjo aquí el concepto de comprensión a una lista de enunciados de Verdadero‑Falso, es precisamente porque sostengo que cualquier otro concepto menos restringido resulta de operar sobre aquél. El catálogo de esas operaciones se corresponde uno a uno con el catálogo de perfiles, que a veces pueden convivir o alternarse en un mismo crítico y otras veces se repelen (un régimen de solidaridades los agrupa por objetivos compartidos o afines). Hojeemos esos catálogos paralelos.
Como vimos, si lo que hago con la comprensión del relato es meramente formularla, expresarla, soy alguien que cuenta el cuento y acaso describe su hechura: un relator de espectáculos, el hacedor de un informe cuyos méritos de oficio se buscan en el criterio de selección, en la edición de los datos y en la información de los modos. La intervención más básica respeta el elenco de las verdades que integran la comprensión de lectura; por lo demás, no arriesga ninguna observación.
Ese riesgo es asumido en las otras intervenciones: sistematizar la comprensión, aclararla, corregirla, profundizarla, redefinirla. No hay momento álgido en la polémica entre modos de leer que no pertenezca al juego de las alianzas y los duelos que protagonizan estas acciones (y los perfiles de crítico que con ellas quedan caracterizados). De ahí la importancia de discernirlas y contrastarlas.
Empecemos por la sistematización. Mientras el relator del argumento dice de qué se trata aquello, un primer comentarista dice de qué trata: identifica sus temas, los jerarquiza (principales y secundarios), los clasifica (temas políticos, temas metafísicos; temas realistas, temas fantásticos; etc.); identifica sus recursos y sus técnicas, comenta alguna gracia —local o general— de su construcción, tal vez de su estilo (con el riesgo típico de quien explica un chiste). Para él, los hechos y datos del relato son paradigmáticos, sistemáticos y tal vez complejos, pero ninguno es aún oscuro ni enigmático.
Quien se ocupa de iluminar y aclarar las zonas que cree oscuras es un segundo comentarista, que es una sofisticación del primero: el autor de un «estudio crítico», experto o erudito, que aplica su conocimiento (textual, intertextual, contextual, etc.) para que la comprensión del lector mejore en nitidez y detalle (esa utilidad pedagógica le da su razón de ser a la vez que le impone la necesidad de encontrar un nicho adecuado, de dirigir su divulgación a un target bien definido).
Sus dos colegas anteriores podían iniciar sus servicios con un “Te cuento”; él es el primero que lo hace con un “Te explico”, y el único de los de su clase cuya explicación puede todavía respetar el plantel de datos que forma la comprensión. No está libre de cometer atribuciones equivocadas, y sus asociaciones esclarecedoras pueden recibir objeciones ideológicas (un blanco frecuente por recalcitrante son las explicaciones biografistas de una obra, como la que enseña, con aire de hallazgo germinal, que Borges sufrió el accidente de Dahlmann). No obstante sus posibles bloopers y supersticiones, el aclarador no es acosado ni desafiado por enigmas escondidos en la trama; lo suyo no es todavía interpretar en busca de algún dato que es invisible a la mera comprensión de lectura, o que fue disfrazado para engañarla.
Corregir así la comprensión define más bien el perfil de un primer tipo de hermeneuta. Para éste, la cuestión ya no pasa por cómo es lo que hay, sino qué y cuánto es lo que hay “en realidad” (fórmula favorita del rito hermenéutico); cuál es la verdad de la historia que se oculta o enmascara “entre líneas”, en lo dicho y en lo no dicho del relato, en su densidad alusiva; cuál es la realidad última que se deja ver tras el velo enigmático de lo aparencial (hasta ahí llega ahora la comprensión lectora, que es una primera aproximación «literal» a la verdad, el avistaje de la punta del ice‑berg).
Desde luego, hay interpretaciones más razonables que otras. Pero pretender de ello que esa diferencia de grado es el único criterio válido para aceptarlas o rechazarlas es pretender también que comprender e interpretar son una sola operación, que en algunos casos se practica con razonabilidad y en otros con desmesura. Algún deslinde cualitativo puede, sin embargo, intentarse. La interpretación empieza a diferenciarse de la comprensión con el primer paso hacia la verdad que el crítico da más allá de la indicación de un hecho verificable mediante una simple cita o la presunción de alguno no explicitado. Ese primer arrojo es la conjetura, tal vez tímida, de un dato nuevo (extensión literaria del relato destinada a completarlo) o del auténtico carácter o identidad de un dato ya presente (cuya modificación o canje afinaría la comprensión). Los siguientes pasos aventuran aún más al crítico suspicaz hacia lecturas alucinatorias de ambigüedades, sugerencias, alusiones, indicios y claves varias que él tiene el privilegio o la sagacidad de penetrar y descifrar (o sea, hacia delirios hermenéuticos que terminan sustituyendo lo que hay o agregándole lo que no le falta).
La doble maniobra de atribuirle esos misterios al relato y solucionárselos con una interpretación victoriosa siempre es defendida con una remisión a alguna autoridad: la del autor, que en tal prólogo o en tal reportaje nos insinuó o confesó sus intenciones originales, atajo precioso que tomamos hacia una lectura hecha a imagen y semejanza del creador; la autoridad de la teoría que aplico (un “yo leo desde acá”), que genera una lectura a la medida, imagen y semejanza de esa teoría; la autoridad de mi propia libertad de opinión e interpretación (un “a mí me parece”, “yo lo veo así”), que me devuelve una lectura a imagen y semejanza de mí o de mis modelos culturales interpretativos.
Un segundo tipo de hermeneuta también contrabandea en la comprensión conjeturas tan irrefutables como indemostrables (tan invulnerables como inocuas), pero ya no de datos, sino de una imagen de la obra entera, metáfora o alegoría en que se cumple su sentido profundo y trascendente.
Para el revelador de verdades ocultas, interesado en qué es “en realidad” lo que hay, el oblicuo autor quiere decir otra cosa en lugar de la que dice, en la que ve señales e indicios de aquella otra cosa. Para el revelador de sentidos ocultos, interesado en para qué es “en realidad” lo que hay (o lo que “en realidad” hay, porque estos dos perfiles acostumbran cruzarse), el sabio autor —nunca ocioso, nunca vano— quiere dejar un mensaje, decir otra cosa a través de esa que dice, y siempre para hacer algo con ella: una crítica política o social, un homenaje, una lección, etc. En la explicación de esas intenciones creadoras, ambos críticos suelen verse a sí mismos leyendo la mente del autor, como Stephen Hawking dijo alguna vez estar leyendo la de Dios al hacer Física.
Laplace tenía otra visión de su oficio. Cuando Napoleón le preguntó dónde entraba Dios en la explicación del universo que acababa de exponerle, Laplace contestó famosamente: “Prescindo de esa hipótesis”. Una prescindencia análoga del autor (o, más exactamente, de sus poderes de origen sobre la verdad y el sentido) asume el último perfil de crítico que veremos, el que prescinde además de ofrecer en sus análisis una explicación de qué pasa ahí, cómo pasa, por qué pasa, para qué pasa o qué sentido tiene.
Lo que afirman el que relata un argumento y el que lo aclara no es demostrable, sino suficientemente constatable (señalable o presumible). Lo que afirman el que interpreta que el relato es otro o que es diferente y el que interpreta que es imagen de otra cosa o ilustración de una idea universal o más general, es indemostrable, es meramente conjeturable. En cambio, quien conecta datos del relato para hacer constelaciones conceptuales o problemáticas, y sobre esas relaciones y figuras elabora hipótesis, somete sus observaciones a exámenes de pertinencia y de arbitrariedad, es decir, de rigor argumentativo: se chequean la probidad de la selección, la exactitud de los datos seleccionados, la precisión de las categorías que los vinculan y reúnen, el juego limpio de las razones enhebradas, etc. Sus afirmaciones sobre el relato presuponen constataciones diversas, pero no son ellas constatativas, y además son demostrables: todo lo que él usa para hacer sus figuras está ahí, al alcance de quien quiera verificarlo, y los movimientos con que las hace no se justifican con una remisión a ninguna autoridad que esté obedeciendo o retratando, sino a un juego de argumentación compartido que por definición excluye el recurso a una autoridad.
Los datos del relato y sus temas —la comprensión de lectura— no se ven alterados ni durante ni al cabo del análisis; a diferencia de las lecturas explicativas, acá la verdad y el sentido del relato no son la meta del trabajo crítico, sino apenas su punto de partida. La meta —o al menos el efecto— de estos análisis es cierta redefinición de la comprensión del objeto, a la manera en que lo hace Nicolás de Cusa cuando nos hace ver en una línea recta infinita el arco de un círculo infinito, sin que deje de ser una línea recta. Una visión no sustituye a la otra, ni la refuta ni la corrige; simplemente se ubica del otro lado de un signo de equivalencia que las relaciona, que ofrece a una como visión alternativa de la otra.
Consideremos el análisis de un cuento o de una novela, de algún relato en sentido general. La necesidad de decir algo sobre eso que hemos leído define, de mínima, el trabajo a realizar. El cumplimiento más básico consistiría en hacer un resumen que satisfaga el interés por saber de qué se trata y, tal vez, cómo lo hace: contar el argumento y dar cuenta de alguna peculiaridad de la construcción o del estilo, si amerita. La comprensión es, entonces, no sólo la primera operación de lectura (intelectiva, al menos), sino también el primer objeto posible de una operación crítica, de un decir algo sobre eso.
Pero explicitar en un informe nuestra comprensión del relato no es una operación tan unívoca como básica; cada quien capta, retiene y promueve datos y modos con filtros diferentes y en magnitudes e intensidades diferentes. No obstante, es posible alcanzar con algún expediente de bajo o nulo riesgo de argumentación un margen de consenso bastante aceptable como para empezar a trabajar. En el mejor de los casos, basta con citar, con mostrar el pasaje explícito que permite, por ejemplo, incluir entre las verdades del relato el dato no registrado o no seleccionado por nuestro interlocutor. En el peor de los casos, habrá que solicitarle un esfuerzo de presunción. El esfuerzo es ínfimo, casi un reflejo, en el final de “La muerte y la brújula”: “Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego”, de donde se presume que Scharlach mató a Lönnrot. Con igual o apenas mayor esfuerzo, el mismo desenlace se puede presumir que tuvo (estrictamente, que tendrá) Dahlmann en el final de “El Sur”, cuando “empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”. Rechazar esas muertes por no explicitadas sería atorarse en una prudencia exorbitante, más propia de un autómata que de cualquier ser humano libre de una literalidad psicótica.
Como sea, la crítica comienza cuando alguien se pregunta qué puede decir de eso que ha leído y comprendido. A su vez, el crítico define su perfil (o su trama de perfiles) según qué haga con la comprensión de la que parte. (Toda crítica es una política de la comprensión, y se hace en nombre de una comprensión mejor o nueva.)
Si restrinjo aquí el concepto de comprensión a una lista de enunciados de Verdadero‑Falso, es precisamente porque sostengo que cualquier otro concepto menos restringido resulta de operar sobre aquél. El catálogo de esas operaciones se corresponde uno a uno con el catálogo de perfiles, que a veces pueden convivir o alternarse en un mismo crítico y otras veces se repelen (un régimen de solidaridades los agrupa por objetivos compartidos o afines). Hojeemos esos catálogos paralelos.
Como vimos, si lo que hago con la comprensión del relato es meramente formularla, expresarla, soy alguien que cuenta el cuento y acaso describe su hechura: un relator de espectáculos, el hacedor de un informe cuyos méritos de oficio se buscan en el criterio de selección, en la edición de los datos y en la información de los modos. La intervención más básica respeta el elenco de las verdades que integran la comprensión de lectura; por lo demás, no arriesga ninguna observación.
Ese riesgo es asumido en las otras intervenciones: sistematizar la comprensión, aclararla, corregirla, profundizarla, redefinirla. No hay momento álgido en la polémica entre modos de leer que no pertenezca al juego de las alianzas y los duelos que protagonizan estas acciones (y los perfiles de crítico que con ellas quedan caracterizados). De ahí la importancia de discernirlas y contrastarlas.
Empecemos por la sistematización. Mientras el relator del argumento dice de qué se trata aquello, un primer comentarista dice de qué trata: identifica sus temas, los jerarquiza (principales y secundarios), los clasifica (temas políticos, temas metafísicos; temas realistas, temas fantásticos; etc.); identifica sus recursos y sus técnicas, comenta alguna gracia —local o general— de su construcción, tal vez de su estilo (con el riesgo típico de quien explica un chiste). Para él, los hechos y datos del relato son paradigmáticos, sistemáticos y tal vez complejos, pero ninguno es aún oscuro ni enigmático.
Quien se ocupa de iluminar y aclarar las zonas que cree oscuras es un segundo comentarista, que es una sofisticación del primero: el autor de un «estudio crítico», experto o erudito, que aplica su conocimiento (textual, intertextual, contextual, etc.) para que la comprensión del lector mejore en nitidez y detalle (esa utilidad pedagógica le da su razón de ser a la vez que le impone la necesidad de encontrar un nicho adecuado, de dirigir su divulgación a un target bien definido).
Sus dos colegas anteriores podían iniciar sus servicios con un “Te cuento”; él es el primero que lo hace con un “Te explico”, y el único de los de su clase cuya explicación puede todavía respetar el plantel de datos que forma la comprensión. No está libre de cometer atribuciones equivocadas, y sus asociaciones esclarecedoras pueden recibir objeciones ideológicas (un blanco frecuente por recalcitrante son las explicaciones biografistas de una obra, como la que enseña, con aire de hallazgo germinal, que Borges sufrió el accidente de Dahlmann). No obstante sus posibles bloopers y supersticiones, el aclarador no es acosado ni desafiado por enigmas escondidos en la trama; lo suyo no es todavía interpretar en busca de algún dato que es invisible a la mera comprensión de lectura, o que fue disfrazado para engañarla.
Corregir así la comprensión define más bien el perfil de un primer tipo de hermeneuta. Para éste, la cuestión ya no pasa por cómo es lo que hay, sino qué y cuánto es lo que hay “en realidad” (fórmula favorita del rito hermenéutico); cuál es la verdad de la historia que se oculta o enmascara “entre líneas”, en lo dicho y en lo no dicho del relato, en su densidad alusiva; cuál es la realidad última que se deja ver tras el velo enigmático de lo aparencial (hasta ahí llega ahora la comprensión lectora, que es una primera aproximación «literal» a la verdad, el avistaje de la punta del ice‑berg).
Desde luego, hay interpretaciones más razonables que otras. Pero pretender de ello que esa diferencia de grado es el único criterio válido para aceptarlas o rechazarlas es pretender también que comprender e interpretar son una sola operación, que en algunos casos se practica con razonabilidad y en otros con desmesura. Algún deslinde cualitativo puede, sin embargo, intentarse. La interpretación empieza a diferenciarse de la comprensión con el primer paso hacia la verdad que el crítico da más allá de la indicación de un hecho verificable mediante una simple cita o la presunción de alguno no explicitado. Ese primer arrojo es la conjetura, tal vez tímida, de un dato nuevo (extensión literaria del relato destinada a completarlo) o del auténtico carácter o identidad de un dato ya presente (cuya modificación o canje afinaría la comprensión). Los siguientes pasos aventuran aún más al crítico suspicaz hacia lecturas alucinatorias de ambigüedades, sugerencias, alusiones, indicios y claves varias que él tiene el privilegio o la sagacidad de penetrar y descifrar (o sea, hacia delirios hermenéuticos que terminan sustituyendo lo que hay o agregándole lo que no le falta).
La doble maniobra de atribuirle esos misterios al relato y solucionárselos con una interpretación victoriosa siempre es defendida con una remisión a alguna autoridad: la del autor, que en tal prólogo o en tal reportaje nos insinuó o confesó sus intenciones originales, atajo precioso que tomamos hacia una lectura hecha a imagen y semejanza del creador; la autoridad de la teoría que aplico (un “yo leo desde acá”), que genera una lectura a la medida, imagen y semejanza de esa teoría; la autoridad de mi propia libertad de opinión e interpretación (un “a mí me parece”, “yo lo veo así”), que me devuelve una lectura a imagen y semejanza de mí o de mis modelos culturales interpretativos.
Un segundo tipo de hermeneuta también contrabandea en la comprensión conjeturas tan irrefutables como indemostrables (tan invulnerables como inocuas), pero ya no de datos, sino de una imagen de la obra entera, metáfora o alegoría en que se cumple su sentido profundo y trascendente.
Para el revelador de verdades ocultas, interesado en qué es “en realidad” lo que hay, el oblicuo autor quiere decir otra cosa en lugar de la que dice, en la que ve señales e indicios de aquella otra cosa. Para el revelador de sentidos ocultos, interesado en para qué es “en realidad” lo que hay (o lo que “en realidad” hay, porque estos dos perfiles acostumbran cruzarse), el sabio autor —nunca ocioso, nunca vano— quiere dejar un mensaje, decir otra cosa a través de esa que dice, y siempre para hacer algo con ella: una crítica política o social, un homenaje, una lección, etc. En la explicación de esas intenciones creadoras, ambos críticos suelen verse a sí mismos leyendo la mente del autor, como Stephen Hawking dijo alguna vez estar leyendo la de Dios al hacer Física.
Laplace tenía otra visión de su oficio. Cuando Napoleón le preguntó dónde entraba Dios en la explicación del universo que acababa de exponerle, Laplace contestó famosamente: “Prescindo de esa hipótesis”. Una prescindencia análoga del autor (o, más exactamente, de sus poderes de origen sobre la verdad y el sentido) asume el último perfil de crítico que veremos, el que prescinde además de ofrecer en sus análisis una explicación de qué pasa ahí, cómo pasa, por qué pasa, para qué pasa o qué sentido tiene.
Lo que afirman el que relata un argumento y el que lo aclara no es demostrable, sino suficientemente constatable (señalable o presumible). Lo que afirman el que interpreta que el relato es otro o que es diferente y el que interpreta que es imagen de otra cosa o ilustración de una idea universal o más general, es indemostrable, es meramente conjeturable. En cambio, quien conecta datos del relato para hacer constelaciones conceptuales o problemáticas, y sobre esas relaciones y figuras elabora hipótesis, somete sus observaciones a exámenes de pertinencia y de arbitrariedad, es decir, de rigor argumentativo: se chequean la probidad de la selección, la exactitud de los datos seleccionados, la precisión de las categorías que los vinculan y reúnen, el juego limpio de las razones enhebradas, etc. Sus afirmaciones sobre el relato presuponen constataciones diversas, pero no son ellas constatativas, y además son demostrables: todo lo que él usa para hacer sus figuras está ahí, al alcance de quien quiera verificarlo, y los movimientos con que las hace no se justifican con una remisión a ninguna autoridad que esté obedeciendo o retratando, sino a un juego de argumentación compartido que por definición excluye el recurso a una autoridad.
Los datos del relato y sus temas —la comprensión de lectura— no se ven alterados ni durante ni al cabo del análisis; a diferencia de las lecturas explicativas, acá la verdad y el sentido del relato no son la meta del trabajo crítico, sino apenas su punto de partida. La meta —o al menos el efecto— de estos análisis es cierta redefinición de la comprensión del objeto, a la manera en que lo hace Nicolás de Cusa cuando nos hace ver en una línea recta infinita el arco de un círculo infinito, sin que deje de ser una línea recta. Una visión no sustituye a la otra, ni la refuta ni la corrige; simplemente se ubica del otro lado de un signo de equivalencia que las relaciona, que ofrece a una como visión alternativa de la otra.